Algunas personas hemos nacido para perder

Algunas personas hemos nacido para perder...

Soy lo que ves y nada más, un desastre cargado de infortunios que quizás esté perdiendo el diamante más brillante, el brillo más duradero. Soy así, una fábula que indudablemente termina en drama.
He nacido para perder lo que más amo, no puedo disfrazarlo, ni intentar rectificarlo. No eres consciente de la oscuridad que emanan tus actos hasta que no puedes ocultarlo y muestran su verdadera cara catapultando pozos de mentiras, convirtiéndose en un yugo sin descanso encasillado en la autodestrucción.
¿Acaso imaginas que no desaparecería la felicidad? Es tan fugaz, tan extremadamente frágil que se te rompe en un simple apretón de garganta y cuando te das cuenta, sus cristales ya están clavados rajándote por dentro. No puedes alcanzar para quitártelos, no, siguen haciéndote heridas cada vez más profundas.
Los tormentos internos no te abandonan y solo acabas en una versión peor de ti mismo.
No vales para nada, inconscientemente caes en esos planetas que destruyes con la lluvia de meteoros de tus palabras, infames, directas a matar.
Acabas en el refugio de tu yo, sin más enemigos que tu conciencia y tu razón.
Acabas dándole cobijo al fatal destino que alimentaste surgiendo en una rueda de esperanzas yermas como los campos abrasados por el fuego.

Marco Mazzoni

Rememorando un pasaje...


Cuando lo vi por primera vez, sentí que ninguna historia que había escuchado antes podía semejarse a los paisajes deshojados, libres de cualquier acopio procedente del amor o de la gracia de la naturaleza que tenía delante de mis ojos. Eran tierras baldías y gélidas emanando un tizne rojo procedente de los confines del mundo. Su reflejo, me hizo confesar que era la imagen más hermosa que había contemplado jamás.
Al fondo, imperante y quejumbrosa se encontraba la gran mansión, aquella que sería causante de todas mis desgracias. Y allí me veía, a las puertas de un destino desconocido, marchita y con el corazón roto, una joven con ínfulas de escritora, sin oficio pero con sueños atemperados en hojas de papel.
Lo tenía a él, mi cimiento más férreo, mi único consuelo entre las nieves que atesoraban los terrores más profundos, inscritos, del mismo modo que la joya escarlata lucía en mi dedo. A él, mi insigne caballero de cabellos oscuros como la noche, de formas celosas y rostro afilado. Mi humilde compañero, un soñador, al igual que yo.
Cruzamos el umbral de los claros yermos, con el frío escalando desde los pies hasta el pecho. Entré en la mansión ajena a la realidad que me acogía, con los dedos pétreos y los labios secos. Entré a un universo más triste que el anterior donde ni la lumbre del hogar conseguía apagar los rimbombantes sonidos del viento ni el crujir de la madera corrompida.
No me imaginaba como mi marido podría haber vivido en ese lugar desde su niñez, sus numerosos pasillos dejaban entrever oscuridades líquidas y auras negras rodeaban sus puertas... una especie de ataque de pánico se anudó en mi estómago creando un agujero negro.
Cuando el crepúsculo se ciño sobre el cielo, la nieve empezó a rodearnos, se colaba por el techo impulsada por la gravedad y en el centro del recibidor central, muy cerca del piano, comenzó a descansar. Lo primero que se paseo por mi mente al verla desde las escaleras fue aquel momento tan lejano que compartimos mi padre y yo haciendo ángeles en la nieve. Bajé las escaleras con la melancolía inundándome los ojos y me senté al lado del montículo nevado. Agarre un puñado con mi mano y en el contacto comenzó a transformarse en agua descendiendo por el dorso de mi brazo.
Decidí darle vida como personaje en mi novela y un destino mejor.

(Relato inspirado por La Cumbre Escarlata)

Fotograma de La Cumbre Escarlata