"Clín, clín"

Conocí una vez un hombre de pelo blanco, de escaso tamaño, arrugas pronunciadas, ojos de halcón y sonrisa dulce. Su postura erguida y sus andares nerviosos dominaban la escena, sacando su mejor parte.
Pude ver cada día como visitaba la residencia donde su mujer se encontraba, siempre con palabras amables, con la derrota en sus piernas y con la fuerza de las personas que aman demasiado.
Impartía alegría por donde iba, saludaba todo el que se cruzaba en su camino y hablaba a los que no le entendían ni prestaban atención, como si pudieran. Ayudaba, invitaba y se convertía en el bálsamo para aquellos solitarios que buscaban una mera compañía entre la estampa desolada que acentuaba cada día ese lúgubre lugar.
Alguien así no pasa desapercibido.
Entre los residentes, había un invidente que permanecía pegado al pasamanos de uno de los pasillos. Sus ojos grises perdidos y su continua expresión acusada por el ceño fruncido, mostraban una vitalidad de escasos sentimientos gratos. El hombre de escaso tamaño se acercaba a él cada día y lo saludaba con un sonido característico, unas notas percutidas por su anillo en el dedo anular contra el frío metal del pasamanos. Los ojos grises al principio intentaban descubrir de quién se trataba hasta que asocio ese "Clín, clín" y respondía con otro "Clín, clín". Se creo un saludo especial.

Pasó el tiempo y el ser de arrugas pronunciadas se mudo a la residencia de su mujer. La tristeza atesorada en ese lugar pudo con su ánimo, destruyó su postura erguida y sus andares nerviosos. Sus ojos de halcón se fueron apagando y su sonrisa dulce se volvió amarga. La soledad lo dominaba aún habiendo estado tantos años conviviendo con ella, supongo que nunca llegas a acostumbrarte.
La enfermedad ocupo cada parte de su cuerpo, su salud fue envejeciendo con rapidez hasta que la cama se convirtió en su mejor amiga.
Muchos residentes preguntaban por él al igual que sus familiares, se había ganado un hueco en el corazón de muchos.
Su familia estuvo acompañándolo hasta el último de sus días. Su gravedad se iba acentuando pero no perdía su preocupación por los demás; recuerdo una tarde en la que entré a su habitación para llevarle la merienda y estaban sus nietas de visita, no dejaba de preguntarles si deseaban un helado o cualquier dulce, estaba a escasos amaneceres del final. Él siempre fue generoso.

El temido momento se iba acercando, esperábamos lo inevitable. El olor a enfermedad inundaba la estancia, el olor a sangre fluía por su respiración y su rostro mostraba resignación.
Estaba de guardia esa tarde, sentada delante del ordenador poniendo en orden las dietas de mis pacientes cuando llamaron por teléfono desde su habitación, me informó un familiar que estaba agonizando. Avisé a las auxiliares y nos dirigimos a su dormitorio. Cuando llegamos, encontramos a su hermano con la mirada pérdida en un mar de ausencias en la sala y dentro, al lado de su cama, su nieta agarraba su mano clavando los ojos en su semblante, derramando lágrimas y susurrándole de forma casi imperceptible que tuviera un buen viaje y que lo quería.
La apartamos para hacer las pruebas pertinentes y cerramos la puerta, no pudimos hacer nada, se había marchado.
Salimos de la habitación, encontramos a la familia desolada, me dirigí a su nieta y le dije que no había nada que hacer, ella me miro de forma vacía, coloque mi mano en su hombro como consuelo.
- No te preocupes, no se ha ido solo, tú estabas a su lado.
La joven asintió a modo de gracias.

Hace dos años que nos dijo adiós y hay veces que no logro olvidarle, ese sonido característico, ese "Clín, clín" sigue resonando en el pasillo pues el invidente sigue allí postrado y no lo olvida.



A la persona que más me ha consentido en el mundo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario